La falta de una red de seguridad social adecuada en Estados Unidos y otros países desarrollados impulsa el interés en propuestas para la creación de un ingreso básico universal (IBU). La brecha entre los ricos y el resto se ha ampliado considerablemente en años recientes, y muchos temen que la automatización y la globalización la ensanchen todavía más.
Crédito: Daron Acemoglu.
Traducción: Esteban Flamini. Project Syndicate.
No hay duda de que si la única opción es entre el empobrecimiento masivo y un IBU, es mejor lo segundo. Un programa de esta naturaleza permitiría a los destinatarios usar el dinero para los fines que les resulten más valiosos; crearía un amplio sentido de posesión y un nuevo electorado capaz de sacudir el sistema político plutocrático. En diversos estudios sobre programas de transferencia condicional de efectivo en economías en desarrollo se halló que esas políticas pueden empoderar a las mujeres y a otros grupos marginados.
Pero la del IBU es una idea defectuosa, sobre todo porque sería extremadamente cara, a menos que se acompañara de grandes recortes en el resto de la red de seguridad. En Estados Unidos (población: 327 millones), un IBU de sólo mil dólares al mes costaría unos cuatro billones de dólares al año, cifra cercana a todo el presupuesto federal en 2018. De no mediar grandes ahorros en otras áreas, habría que duplicar la recaudación impositiva de los Estados Unidos, lo cual generaría enormes costos distorsivos sobre la economía. Y no: un IBU permanente no puede financiarse con deuda pública o emisión monetaria.
Sacrificar todos los otros programas sociales en aras de un IBU es una pésima idea. Esos programas están para encarar problemas concretos, por ejemplo la vulnerabilidad de ancianos, niños y personas discapacitadas. ¿Qué sería vivir en una sociedad donde hay niños que pasan hambre y personas con enfermedades graves carecen de atención adecuada porque toda la recaudación impositiva se dedica a mandarles un cheque cada mes a todos los ciudadanos, millonarios incluidos?
Lo del IBU queda bien para un eslogan, pero como política, es una idea endeble. De la teoría económica básica se deriva que los impuestos a los ingresos son distorsivos en la medida en que desalientan el trabajo y la inversión. Además, un gobierno no debería transferir dinero a la misma persona a la que le cobra impuestos, pero eso es precisamente lo que haría un IBU. En Estados Unidos, por ejemplo, alrededor de tres de cada cuatro familias pagan algún tipo de impuesto a los ingresos o deducción salarial en el nivel federal, y una proporción todavía mayor paga impuestos en el nivel de los estados.
Además, ya hay una propuesta para una política más razonable: el impuesto negativo sobre los ingresos, o lo que a veces se denomina “ingreso básico garantizado”. En vez de darle a todo el mundo mil dólares al mes, un programa de ingreso garantizado sólo transferirá dinero a personas cuyo ingreso mensual sea menor a esa cifra, de modo que su costo será muchísimo menor al de un IBU.
Los defensores del IBU dirán que un programa de transferencias que no sea universal tiene el defecto de que no suscitará tanto apoyo en los votantes; pero es una crítica infundada. Un ingreso básico garantizado sería tan universal como el seguro nacional de salud, que en vez de hacer una transferencia mensual a toda la población, sólo beneficia a quienes hayan debido afrontar gastos médicos. Lo mismo se aplica a aquellos programas que ofrecen ayuda incondicional garantizada para la satisfacción de necesidades básicas, por ejemplo alimentos para los necesitados o el seguro de desempleo. Esas políticas cuentan con amplio apoyo en los países que las aplican.
Finalmente, el entusiasmo que genera el IBU se basa en gran medida en una interpretación errada de las tendencias de empleo en las economías avanzadas. Contra lo que suele creerse, no hay pruebas de que el trabajo tal como lo conocemos vaya a desaparecer en poco tiempo. En realidad, la automatización y la globalización están reestructurando el empleo, eliminando ciertos tipos de trabajo y aumentando la desigualdad. Pero en vez de crear un sistema en el que una gran fracción de la población recibe una limosna, deberíamos adoptar medidas para alentar la creación de empleos “de clase media” bien remunerados y fortalecer nuestra deficiente red de seguridad social. El IBU no hace nada de esto.
En Estados Unidos, las prioridades políticas tendrían que ser la cobertura universal de salud, prestaciones de desempleo más generosas, programas de recapacitación mejor diseñados y una ampliación del sistema de crédito fiscal para personas de bajos ingresos (conocido por la sigla en inglés EITC): este último ya hace las veces de ingreso básico garantizado para los trabajadores mal remunerados, cuesta mucho menos que un IBU y alienta directamente el trabajo. Por el lado de las empresas, reducir los costos indirectos y las cargas sociales que pagan los empleadores al contratar trabajadores alentaría la creación de empleo, una vez más, por mucho menos que el costo de un IBU. La ampliación del EITC (con una suba del salario mínimo, para que los empleadores no se aprovechen del crédito fiscal dado a los trabajadores), sumada a una reducción de las cargas sociales, contribuiría en gran medida a la creación de empleos valiosos en todos los niveles de la distribución de ingresos.
Y en particular, estas soluciones potencian la política democrática. No puede decirse lo mismo de un IBU, repartido desde arriba para aplacar a las masas descontentas. Esta medida no empodera (ni siquiera consulta) a sus destinatarios. (¿Los trabajadores que perdieron sus empleos de clase media prefieren recibir dinero del Estado o la oportunidad de conseguir otro empleo?) Las propuestas para un IBU son totalmente similares al “pan y circo” de los imperios romano y bizantino: dádivas para desactivar el descontento y ablandar a las masas, en vez de ofrecerles oportunidades económicas y poder de decisión política.
En cambio, el estado de bienestar moderno que tan bien funcionó en los países desarrollados no fue una dádiva de magnates y políticos. Buscaba proveer seguridad social y oportunidades a la gente. Y fue resultado de la política democrática. La gente de a pie exigió, se quejó, se manifestó y se involucró en la formulación de políticas, y el sistema político respondió. El documento fundacional del estado de bienestar británico (el Informe Beveridge de tiempos de la Segunda Guerra Mundial) fue una respuesta tanto a las demandas políticas cuanto a las penurias económicas. Se intentó proteger a los desfavorecidos y crear oportunidades, alentando al mismo tiempo la participación cívica.
Muchos problemas sociales actuales derivan de que hemos descuidado el proceso democrático. La solución no es repartir migajas para tener a la gente en sus casas, distraída y apaciguada. En vez de eso, necesitamos rejuvenecer la política democrática, alentar el involucramiento cívico y buscar soluciones colectivas. Sólo con una sociedad movilizada y políticamente activa podremos crear las instituciones que necesitamos para tener prosperidad compartida en el futuro y proteger a los más desfavorecidos.
(*) Publicado por Project Syndicate – Boston, 7 de junio de 2019.