Por Alexandre Perini
Descubre cómo las grandes tecnológicas monetizan tus datos. El capitalismo de vigilancia explicado de forma clara y directa.
Vivimos en una era en la que lo cotidiano se ha digitalizado de forma tan profunda que resulta casi imposible distinguir entre lo que hacemos en línea y fuera de ella. Cada mensaje que enviamos, cada página que visitamos, cada producto que compramos, cada palabra que decimos frente a un dispositivo, cada trayecto que realizamos, cada fotografía que compartimos deja una huella, un rastro digital que puede ser almacenado, interpretado y transformado en valor económico sin que muchas veces lo sepamos o lo hayamos consentido plenamente. Este fenómeno ha dado lugar a una forma novedosa y poderosa de organización económica a la que se conoce como capitalismo de vigilancia.
Este término fue acuñado por la académica Shoshana Zuboff para describir el modelo de negocio que adoptaron muchas de las principales empresas tecnológicas de nuestro tiempo. Compañías como Google, Meta, Amazon, Microsoft, Apple y un número creciente de plataformas que ofrecen servicios aparentemente gratuitos, pero que en realidad se sustentan en la recopilación masiva y sistemática de datos personales y comportamentales que posteriormente son utilizados con fines comerciales o incluso estratégicos.
El núcleo de este modelo económico es la idea de que el comportamiento humano puede ser transformado en materia prima gratuita para ser traducida a datos, analizados a través de algoritmos y utilizados para crear productos predictivos que anticipan y, a menudo, buscan influir en nuestras acciones futuras. En otras palabras, no solo se trata de saber lo que hiciste, sino de predecir lo que vas a hacer y eventualmente moldear lo que harás. Todo esto con el objetivo de que ese conocimiento se convierta en ingresos, ya sea mediante publicidad personalizada, la venta de datos o la optimización de decisiones empresariales.
El proceso comienza con la captura silenciosa de datos que ocurre mientras navegas, mientras usas una app, mientras caminas con tu teléfono en el bolsillo, mientras haces una compra o simplemente mientras estás frente a una pantalla. Incluso si no estás conectado activamente, incluso si crees que has apagado tus rastreadores, las plataformas han perfeccionado sus herramientas para seguir recolectando señales a través de sensores, micrófonos, cámaras, cookies, sistemas de geolocalización y software incrustado en sitios web ajenos. Cada clic, cada scroll, cada segundo de permanencia en una imagen se convierte en información útil para los algoritmos.
Pero la historia no termina ahí, porque estos datos no se almacenan simplemente como registros en una base fría. Son procesados, analizados, cruzados y enriquecidos con otras bases de datos y con técnicas de inteligencia artificial que les permiten generar perfiles psicológicos, patrones de consumo, niveles de ingreso, intereses, temores, hábitos de sueño, estados emocionales y mucho más, en tiempo real y con un nivel de detalle tan fino que muchas veces supera lo que incluso nosotros mismos sabemos o reconocemos de nuestra propia conducta.
Todo esto ha transformado radicalmente la lógica del mercado, porque ya no se trata de ofrecer productos a un público general, sino de entregar mensajes hiperpersonalizados a individuos específicos en el momento exacto en que son más vulnerables o receptivos al estímulo. Lo que vemos en nuestros dispositivos, lo que leemos, lo que compramos, lo que decidimos está siendo modelado cuidadosamente a través de sistemas que aprenden de nosotros más rápido de lo que nosotros mismos podemos procesar.
Esto tiene implicancias profundas, porque al convertir el comportamiento humano en una mercancía sujeta a explotación y manipulación se modifica el equilibrio de poder entre los ciudadanos y las corporaciones. Antes los mercados necesitaban de los consumidores. Ahora los consumidores se han convertido en el producto. Las decisiones que tomamos ya no son únicamente nuestras, sino que están influenciadas por una arquitectura de información que nos conoce mejor cada día que pasa y que ha sido diseñada para maximizar el tiempo que pasamos conectados y el dinero que estamos dispuestos a gastar.
Uno de los ejemplos más representativos de este modelo es el motor de búsqueda de Google. Cuando escribes una pregunta o una frase en la barra de búsqueda, los resultados que ves no son una lista objetiva de respuestas, sino una selección personalizada construida con base en tu historial de navegación, tus búsquedas previas, tu localización, tu dispositivo, tu idioma y una gran variedad de señales más. Lo mismo ocurre con tu feed de noticias en redes sociales, con las recomendaciones en plataformas de video, con los anuncios en sitios web y hasta con los precios que ves al comprar boletos de avión o productos en línea.
A medida que este sistema se fue consolidando, las grandes tecnológicas invirtieron en expandir sus capacidades de recolección y procesamiento de datos y no tardaron en extender sus brazos hacia otros sectores como la salud, la educación, las finanzas, el transporte, la seguridad e incluso la política. En todos estos campos la lógica se repite: ofrecer un servicio digital que parece gratuito o accesible a cambio de obtener información que pueda ser convertida en ventaja competitiva y monetizable.
La crisis de privacidad que esto ha generado es uno de los principales desafíos de nuestro tiempo. Porque si bien es cierto que muchas personas aceptan estos términos por comodidad, por desconocimiento o por falta de alternativas, también es cierto que la mayoría de los usuarios no entiende el alcance real de la vigilancia a la que está expuesta y mucho menos los efectos que tiene sobre su autonomía, sus decisiones, sus derechos y su vida cotidiana.
Desde hace algunos años se han multiplicado los esfuerzos por regular este tipo de prácticas en distintas regiones del mundo, con ejemplos como el Reglamento General de Protección de Datos en Europa o algunas legislaciones estatales en Estados Unidos. Sin embargo, estas iniciativas aún son insuficientes para controlar el poder acumulado por las grandes plataformas, que no solo cuentan con recursos legales y económicos enormes, sino que también operan en múltiples jurisdicciones, lo que les permite adaptarse rápidamente o incluso evadir las regulaciones más estrictas.
La complejidad de este fenómeno también radica en que muchas de estas plataformas son efectivamente útiles. Ofrecen servicios de enorme valor, facilitan la vida cotidiana, mejoran la productividad, conectan a las personas y generan innovación real. Por eso el debate no es simplemente si estas empresas son buenas o malas, sino más bien cómo establecer límites claros que protejan la dignidad humana sin frenar el desarrollo tecnológico. Cómo evitar que el deseo legítimo de eficiencia se convierta en un sistema de explotación invisible que erosiona la libertad individual.
Otro aspecto preocupante es la concentración del poder en unas pocas manos. La economía digital ha tendido a formar monopolios o al menos oligopolios en los que pocas compañías dominan grandes porciones del mercado, lo que les da un poder desproporcionado para definir qué se ve, qué se prioriza, qué se oculta y qué se monetiza en el flujo global de información. Esto no solo afecta la competencia en el sentido económico, sino que también afecta la diversidad cultural, la pluralidad política y la soberanía informativa de los pueblos.
No es exagerado decir que el capitalismo de vigilancia está reconfigurando los pilares sobre los que se sostiene la democracia moderna. Porque al intervenir de forma tan íntima en la esfera de lo privado, al modelar los marcos de pensamiento de millones de personas, al amplificar ciertos discursos y silenciar otros, está redefiniendo los términos del debate público y condicionando la forma en que los ciudadanos se relacionan entre sí y con el Estado.
Además, la dependencia creciente de sistemas algorítmicos introduce un problema adicional que es la opacidad técnica. Los algoritmos no son comprensibles para la mayoría de las personas y las decisiones que toman no siempre pueden ser explicadas de forma transparente. Sin embargo, influyen en procesos tan críticos como la selección de candidatos para un empleo, el otorgamiento de créditos, la asignación de recursos públicos o la definición de prioridades en políticas de seguridad y salud.
En este contexto cobra especial importancia la educación digital crítica. Una ciudadanía informada y capaz de comprender cómo funcionan los modelos de negocio de las plataformas, qué implican sus decisiones tecnológicas y qué derechos tienen los usuarios frente a la economía digital. Solo así será posible exigir cuentas, reclamar cambios y construir un ecosistema más equitativo donde la tecnología esté al servicio del bienestar y no al revés.
El capitalismo de vigilancia no es un fenómeno inevitable ni irreversible. Es una forma particular de organizar la economía digital que fue elegida por ciertos actores en función de sus intereses, pero que puede ser cuestionada, regulada y transformada si existe la voluntad política, la conciencia ciudadana y la capacidad colectiva para imaginar un futuro distinto. Uno en el que la privacidad no sea un lujo sino un derecho, donde los datos personales no sean mercancía sino parte de la identidad humana, y donde el desarrollo tecnológico no se mida solo en ingresos, sino también en dignidad, justicia y libertad.
Alexandre Perini
Experto Intl. en Inversiones y Bolsas de Valores
📚 Influencer en Educación y Mercado Financiero
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